lunes, 17 de diciembre de 2012

ARGO (2012): La belleza de mentir.

Si me parara encima de la H del letrero de "Hollywood" y con un altoparlante futurista de largo alcance gritara "Hey you! Yes, you, liar!", apuesto a que toda la comunidad fílmica dejaría de hacer lo que está haciendo para preguntar a quien tenga enfrente: "¿son mis nervios, o una voz del cielo me está llamando?".

Así es. Hollywood, Bollywood, los Churubusco o los Pinewood, son fábricas de entretenimiento soportadas en una de las acciones más viles del ser humano: la mentira. Y nosotros, espectadores, adoramos que nos mientan. Pagamos para que nos mientan durante dos horas, sin importarnos el resultados. El cine es tanto una fábrica de sueños como lo es de mentiras.

"Argo" (2012), de Ben Affleck es prueba de hasta dónde puede influir el cine en nuestra realidad. Basada en la historia verdadera de una absurda pero exitosa estrategia para sacar de Irán a 6 norteamericanos durante la crisis de los rehenes en en 1979. Tony Méndez (Affleck, despojado de toda galanura) es un agente de la CIA experto en extracción de rehenes a quien se le encomienda regresar sanos y salvos a E.U. a los únicos 6 diplomáticos que lograron escapar de la embajada de ese país en Teherán antes que los musulmanes secuestraran al resto de los empleados. El plan de Tony es bizarro, pero es el menos peor: hacerlos pasar por un equipo de filmación canadiense, en busca de locaciones para una película de ciencia ficción llamada Argo".

Ahora escondidos en la casa del embajador de Canadá, los 6 fugitivos desconfían del plan pero no tienen más opción que jugar sus roles: director, camarógrafo, guionista, productor asociado... Y es así que de pronto, para salvar sus vidas, juegan a ser cineastas.

Ben Affleck no es mi hit, por lo que mis expectativas al entrar a ver la peli eran muy reservadas. Pero después de 20 minutos, cuando entendí la historia que estaban a punto de contarme, me entregué a su discurso. Sin descubrir el hilo negro, sin encuadres arriesgados o subtramas, sin mezclar peras con manzanas, Affleck logra un relato limpio, entretenido y alejado del cliché de las películas de intriga internacional. Si bien un poco redundante ya casi llegando al clímax, "Argo" coquetea de manera estupenda con nuestro niño interior, ese que todos los días nos provoca para pensar en cosas imposibles. Affleck se burla del "studio system" y de la burocracia obtusa de Washington a través de su personaje de Méndez y sus acciones. No se trata de explorar la psicología o el momento sociopolítico en que se dio esta misión secreta-suicida. Ni de juzgar quiénes eran los buenos y quiénes los malos (el prólogo de la peli nos deja claro que en todos lados se cuecen habas). Éste es un filme sobre la nobleza del cine y de cómo puede cautivar a la mente más programada.

Hay una escena, tan bella por su simplismo, tan noble por su contenido, que resume en unos cuantos segundos lo que durante todas estas líneas he tratado de decir: cuando Méndez y sus fugitivos necesitan explicar (mentir) a unos guardias la razón de su estancia en Irán, uno de los 6, el único que habla farsi, muestra los storyboards al estoico soldado y con onomatopeyas y gesticulaciones le cuenta de qué trata la ficticia producción. Es entonces cuando nos damos cuenta que el cine, citando a Goddard, es la mentira más hermosa del mundo.

"Argo" es entretenimiento en su más puro estado, pero invita a reflexionar sobre las posibles maneras de enfrentar al mounstro de la violencia. La luz de la razón, cuando ilumina los fotogramas de una película, puede conmovernos hasta las lágrimas.

miércoles, 4 de abril de 2012

THE GREY: una lección sobre moral.

La soledad, como cualidad humana, extirpa nuestras más sinceras emociones. De esto da cuenta The Grey (en español, al menos en México, con el ñoñesco título de Un día para sobrevivir), película de Joe Carnahan acerca de un grupo de empleados de una refinería cuyo avión se estrella en medio de las nadas alaskenses, dejándolos al acecho de una manada de lobos. Todo indica que Ottway (Liam Nesson) será líder natural de los sobrevivientes, pues su oficio en la petrolera consiste en resguardar la integridad de los obreros de una forma muy peculiar: es un sniper de lobos.

Desde su puesto de observación, abrazando su rifle de alto rango, Ottway divisa al animal. Está cerca de un grupo de técnicos. El lobo corre, no sabemos hacia dónde. Sólo corre. Impresinantemente rápido. Ottway, hierático, mira por la telescópica y dispara. El canino recibe el tiro y cae. Moribundo, siente la mano de su ejecutor sobre el abdomen y poco a poco va dejando de respirar hasta que en un aguerrido grrrr la vida se le va. Ottway, una rodilla en la nieve, parece pedirle perdón. Su mirada revela que está perdido entre el pasado y el presente. No soporta haber perdido a alguien: eso es lo que lo tiene ahí, en el fin del mundo, en el oficio más solitario, rodeado de malandros, exconvictos, inadaptados. "De mi propia clase", en sus palabras.

The Grey puede ser un adagio sobre moralidad. De la mínima anécdota nace una lección que todos deberíamos aprender, o más bien que parecemos olvidar con frecuencia: la naturaleza y su efecto en nosotros se rige por principios que nada tienen que ver con nuestros excesos o carencias existenciales. Si Dios existe o no, si nos cumple o nos falla, si nos pone pruebas... Todo parece diluirse en la vasta sencillez del orden natural de las cosas.

Los lobos que cazan a Ottway y su grupo no tienen maldad, no buscan venganza, no hallan placer en causar dolor. Defienden su territorio y en ello son instintivos, transparentes, tan honestos como ningún ser humano que yo conozca. Por el contrario, los humanos de la película, en busca de supervivencia, son capaces de las acciones más incoherentes. En una escena estremecedora, uno de ellos arroja, casi ritualmente, la cabeza de un lobo muerto en dirección a la manada que los acecha. Les grita, retándolos: "¿Ustedes son los animales? ¡No! ¡Nosotros lo somos!". En efecto, la irracionalidad ha tocado fondo en el pozo de la moral, y quienes parecen mantener la cordura son los animales no pensantes. Es curioso cómo puede reaccionar la psique cuando a fuerza le arrancan su zona de confort.

Como Ottway, todos hemos evadido alguna vez la pérdida. Nos refugiamos en nuestro rincón alejado del mundo y quizá, con el discurso que nos inspira el dolor, matamos cuanta esperanza corre frente a nosotros para luego preguntarnos por qué lo hicimos. En tiempos oscuros hasta el mensajero puede ser una amenaza, y en nuestra fragilidad reaccionamos sin coherencia. Si bien la capacidad del juicio (y por ende prejuicio) moral es lo que también nos distingue del resto de las especies, es a la vez lo que nos coloca en el puesto más vulnerable de la cadena alimenticia emocional.

La palabra grey, que es lo mismo que gray (en inglés, "gris"), es una excelente metáfora para describir la lección que los animales nos dan en la película: el gris es un tono monocromático, neutral. Sin acudir a la parcialidad del blanco ni del negro, despojarnos de juicio a veces ayuda a ver todo más claro y evitar herir y herirnos. Después de todo, como los lobos, nuestra jugada en la vida es defender lo que es nuestro, el territorio. Tal vez deberíamos ser más como ellos.

lunes, 26 de marzo de 2012

"ANTES DEL ATARDECER": El arte de la sincronía.

El escritor en la pequeña librería de París habla ante un reducido grupo de periodistas. El tema es su primera novela, la historia del encuentro fortuito de un hombre y una mujer en un tren y de cómo en unas cuantas horas, y con el amanecer como límite antes de seguir cada quien su camino, consiguen forjar una relación que los marcará para toda la vida.

Éste es el comienzo de Antes del Atardecer (2004), del director Richard Linklater, quien retoma la historia Jesse (Ethan Hawke) y Celine (Julie Deply) iniciada en 1995 con Antes del Amanecer. En su primer encuentro, los personajes eran ignorantes de la causalidad e inexpertos ante el compromiso. Apenas rebasados sus 20's, la vida significaba una exploración constante, con expectativas pero sin consecuencias. Ahora que se reúnen de nuevo hay cierta renuencia a retomar lo espontáneo de la primera vez: saben lo que es involucrarse con otra persona a un nivel emocional y han aprendido a ser cautelosos.

La película demuestra con extraordinaria sencillez y diálogos inteligentes, cómo las decisiones que tomamos en la vida nos alejan de nuestro plan original y trazan caminos insospechados que ponen a prueba el concepto de "fidelidad a los ideales". ¿Qué tanto vale la pena dejar atrás costumbres, actitudes, mentalidades, para avanzar al siguiente escalón de la existencia? ¿Cuánta de nuestra individualidad hay que sacrificar para progresar como seres sociales? Eventualmente, Jesse y Celine hallarán la respuesta a estas preguntas y entonces tendrán que tomar una decisión: revivir el pasado o seguir adaptándose al presente.

Ninguno ha visto ni sabido del otro en nueve años. Él ha escrito su novela como catarsis pero también (él mismo lo confiesa) como instrumento de la esperanza. Se imaginaba en una librería de París dando la rueda de prensa sobre su libro cuando de pronto Celine llegaría en su busca: el oficio de escribir en su más pura y egoísta faceta de manipulación emocional. Celine efectivamente aparece en una de las presentaciones, y entonces la sincronía revive: Jesse debe volar de regreso a los Estados Unidos en unas horas y decide pasar ese tiempo con ella, quien accede porque ha propiciado el encuentro. Entonces, ¿quién manipula a quién?

Antes del Atardecer me hace pensar en esas ocasiones en que tras acabar una relación que parecía prometedora, uno se pregunta si hizo lo correcto, si no estará privándose de una vida llena de felicidad al lado de su alma gemela. Así como el personaje de Ethan Hawke niega su realidad escribiendo para revivir y componer el pasado, yo a veces he reinventado mi historia para actuar en consecuencia de aquello que aún no sucede. Pues enfrentar la pérdida de alguien a quien realmente se ama puede ser muy duro cuando no existen alternativas que lleven la esperanza a su metamorfosis; es decir, a un punto en que lo importante no es lo que se espera sino lo que no se espera y, más aún, lo que no se aprecia en el espectro de lo posible. De ahí que una ficción nunca resulte tan complicada como una realidad. En la ficción de Jesse, Celine es el ideal. En su realidad es lo posible.

En estos tiempos de corta memoria, de obsesión por lo instantáneo, de iniciar relaciones por la red y terminarlas con un sms, películas como ésta me recuerdan que saber esperar para ver un rostro frente al cual compartir mis emociones (buenas o malas) siempre valdrá más y resultará mejor que esconderme tras la sofisticación de un algoritmo. La esperanza de evolucionar al lado de quien se ama radica, creo yo, no en forzar la sincronía en aras de la inmediatez; sino en buscarla a través del silencio, la paciencia y la alternancia de realidades. Eventualmente la sincronía llegará.

viernes, 23 de marzo de 2012

IR AL CINE

Dijo Luis Buñuel que ir al cine equivale al acto de dormir y soñar. Cuando las luces se apagan es como si cerrásemos los ojos y el momento en que nos deslumbra la primera imagen en la pantalla equivale a cuando caemos, aún con una pizca de consciencia, en la madriguera del sueño. La película es, claro, la experiencia onírica en sí. Y ya que termina, incluso nuestro cuerpo responde de manera muy similar a cuando nos despertamos: necesitamos estirarnos, bostezamos quizá, nos levantamos poco a poco de la butaca pensando en el filme que acabamos de ver; así como cuando por las mañanas hacemos una reseña mental de nuestros sueños si acaso los recordamos.

Soñar despiertos en una sala de proyección le da un significado íntegro a la expresión ver cine. La característica onírica del medio quedó clara desde aquella primera exhibición de los hermanos Lumiére en 1895, cuando el ingenuo público se levantó de sus asientos al ver en la pantalla una locomotora que iba directamente hacia ellos. Muy poco después, Georges Méliès inventó los efectos especiales y convirtió al cine en una verdadera fábrica de sueños. 


Al cine podemos ir para encontrar entretenimiento banal o sublimación del inconsciente. Cada quien busca en la pantalla una respuesta, integrándose voluntariamente a un efímero grupo de referencia con el que se comparte esa centuriana costumbre de ser cómplices en silencio del –como decía Goddard- "más hermoso fraude del mundo".

Yo siempre recomiendo a mis alumnos que vean cine en el cine. Si bien es innegable la comodidad y el aspecto práctico de rentar una película y revisarla cuantas veces y tan minuciosamente como deseemos, la experiencia cinematográfica no está completa si no participamos del ritual de una sala cinematográfica. Podemos, valga la similitud, buscar a Dios en la intimidad de nuestra recámara; pero siempre hay algo que hace especial la visita a un recinto de oración: la experiencia física/visual de la fé al entrar en contacto con sus manifestaciones materiales (digamos, el arte sacro); la energía que dejan las personas que han pasado por ahí; el sentirse parte de un rito para reforzar las propias creencias. También en el cine hallamos este colectivo que da seguridad y legitima la vivencia.

Es así que acudimos al cinema -templo sin sacerdote- en busca de nuestra dosis cotidiana de metafísica, para separar por un par de horas la mente del cuerpo y dar cuenta de los pequeños milagros de cada género, así sean visualizados en platillos voladores que cuelgan de alambritos. Forzarnos a creer es el primer paso en la adopción del dogma.