
Soñar despiertos en una sala de proyección le da un significado íntegro a la expresión ver cine. La característica onírica del medio quedó clara desde aquella primera exhibición de los hermanos Lumiére en 1895, cuando el ingenuo público se levantó de sus asientos al ver en la pantalla una locomotora que iba directamente hacia ellos. Muy poco después, Georges Méliès inventó los efectos especiales y convirtió al cine en una verdadera fábrica de sueños.
Al cine podemos ir para encontrar entretenimiento banal o sublimación del inconsciente. Cada quien busca en la pantalla una respuesta, integrándose voluntariamente a un efímero grupo de referencia con el que se comparte esa centuriana costumbre de ser cómplices en silencio del –como decía Goddard- "más hermoso fraude del mundo".
Yo siempre recomiendo a mis alumnos que vean cine en el cine. Si bien es innegable la comodidad y el aspecto práctico de rentar una película y revisarla cuantas veces y tan minuciosamente como deseemos, la experiencia cinematográfica no está completa si no participamos del ritual de una sala cinematográfica. Podemos, valga la similitud, buscar a Dios en la intimidad de nuestra recámara; pero siempre hay algo que hace especial la visita a un recinto de oración: la experiencia física/visual de la fé al entrar en contacto con sus manifestaciones materiales (digamos, el arte sacro); la energía que dejan las personas que han pasado por ahí; el sentirse parte de un rito para reforzar las propias creencias. También en el cine hallamos este colectivo que da seguridad y legitima la vivencia.
Es así que acudimos al cinema -templo sin sacerdote- en busca de nuestra dosis cotidiana de metafísica, para separar por un par de horas la mente del cuerpo y dar cuenta de los pequeños milagros de cada género, así sean visualizados en platillos voladores que cuelgan de alambritos. Forzarnos a creer es el primer paso en la adopción del dogma.
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