La soledad, como cualidad humana, extirpa nuestras más sinceras emociones. De esto da cuenta The Grey (en español, al menos en México, con el ñoñesco título de Un día para sobrevivir), película de Joe Carnahan acerca de un grupo de empleados de una refinería cuyo avión se estrella en medio de las nadas alaskenses, dejándolos al acecho de una manada de lobos. Todo indica que Ottway (Liam Nesson) será líder natural de los sobrevivientes, pues su oficio en la petrolera consiste en resguardar la integridad de los obreros de una forma muy peculiar: es un sniper de lobos.
Desde su puesto de observación, abrazando su rifle de alto rango, Ottway divisa al animal. Está cerca de un grupo de técnicos. El lobo corre, no sabemos hacia dónde. Sólo corre. Impresinantemente rápido. Ottway, hierático, mira por la telescópica y dispara. El canino recibe el tiro y cae. Moribundo, siente la mano de su ejecutor sobre el abdomen y poco a poco va dejando de respirar hasta que en un aguerrido grrrr la vida se le va. Ottway, una rodilla en la nieve, parece pedirle perdón. Su mirada revela que está perdido entre el pasado y el presente. No soporta haber perdido a alguien: eso es lo que lo tiene ahí, en el fin del mundo, en el oficio más solitario, rodeado de malandros, exconvictos, inadaptados. "De mi propia clase", en sus palabras.
The Grey puede ser un adagio sobre moralidad. De la mínima anécdota nace una lección que todos deberíamos aprender, o más bien que parecemos olvidar con frecuencia: la naturaleza y su efecto en nosotros se rige por principios que nada tienen que ver con nuestros excesos o carencias existenciales. Si Dios existe o no, si nos cumple o nos falla, si nos pone pruebas... Todo parece diluirse en la vasta sencillez del orden natural de las cosas.
Los lobos que cazan a Ottway y su grupo no tienen maldad, no buscan venganza, no hallan placer en causar dolor. Defienden su territorio y en ello son instintivos, transparentes, tan honestos como ningún ser humano que yo conozca. Por el contrario, los humanos de la película, en busca de supervivencia, son capaces de las acciones más incoherentes. En una escena estremecedora, uno de ellos arroja, casi ritualmente, la cabeza de un lobo muerto en dirección a la manada que los acecha. Les grita, retándolos: "¿Ustedes son los animales? ¡No! ¡Nosotros lo somos!". En efecto, la irracionalidad ha tocado fondo en el pozo de la moral, y quienes parecen mantener la cordura son los animales no pensantes. Es curioso cómo puede reaccionar la psique cuando a fuerza le arrancan su zona de confort.
Como Ottway, todos hemos evadido alguna vez la pérdida. Nos refugiamos en nuestro rincón alejado del mundo y quizá, con el discurso que nos inspira el dolor, matamos cuanta esperanza corre frente a nosotros para luego preguntarnos por qué lo hicimos. En tiempos oscuros hasta el mensajero puede ser una amenaza, y en nuestra fragilidad reaccionamos sin coherencia. Si bien la capacidad del juicio (y por ende prejuicio) moral es lo que también nos distingue del resto de las especies, es a la vez lo que nos coloca en el puesto más vulnerable de la cadena alimenticia emocional.
La palabra grey, que es lo mismo que gray (en inglés, "gris"), es una excelente metáfora para describir la lección que los animales nos dan en la película: el gris es un tono monocromático, neutral. Sin acudir a la parcialidad del blanco ni del negro, despojarnos de juicio a veces ayuda a ver todo más claro y evitar herir y herirnos. Después de todo, como los lobos, nuestra jugada en la vida es defender lo que es nuestro, el territorio. Tal vez deberíamos ser más como ellos.
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