sábado, 12 de enero de 2013
Ikiru: Todos somos Kanji Watanabe.
Ikiru (Vivir). Japón, 1952.
Director: Akira Kurosawa.
Hay algo familiar en esa imagen. Tokio, años 50. Una noche lluviosa y un hombre mayor balanceándose en un columpio. No hay nadie más ahí. Su cuerpo rígido. Sus ojos, canicas de melancolía. Un sonido emana de su boca: las notas desdibujadas de "La Vida es Corta", una antigua canción que él ha hecho suya en versión gutural, tristísima.
Este hombre ordinario, desechable hasta por sí mismo, ha ocupado el mismo espacio existencial, realizando la misma rutina, trabajando en el mismo puesto y sellando los mismos papeles de la misma oficina de gobierno, día con día, durante 30 años. Su vida no tiene significado ni propósito. No tiene amigos. Su esposa ha muerto hace mucho. Comparte casa con un hijo y una nuera a quienes sólo les interesa la herencia en vida de sus bienes. Este hombre podría ser Fausto a las puertas del infierno, pero la da igual.
Así nos cuenta Akira Kurosawa (1910-1998) la historia de Kanji Watanabe, un burócrata venido a menos que ha perdido toda razón de vivir hasta que se entera del cáncer estomacal que está a punto de matarlo.
La primera imagen de la película lo dice todo: una radiografía del estómago del protagonista, y una voz narrativa explicando las consecuencias. No habrá sorpresas.
"La Momia" es como le apodan a este servidor público en su trabajo, que consiste en recibir quejas de ciudadanos y desviar la responsabilidad a otras dependencias mientras el tiempo se acumula sin sentido, igual que las montañas de papel a su alrededor. De la pared cuelga un premio a su desempeño, otorgado hace muchos años; y en el cajón guarda un plan para mejorar la eficiencia cuyas hojas ahora usa como papel de reciclaje. Estos tres aspectos resumen la vida de Watanabe: es un cuerpo inanimado en un espacio estático lleno de cosas que ya no importan.
Mas cuando se da cuenta que su tiempo se acaba, tendrá que averiguar cómo llenar el vacío. Es aquí donde interviene el destino en forma de un bohemio que lo encuentra borracho y deprimido en un bar, y tras enterarse de su fatalidad, le ofreceser su Mefistófeles y se lo lleva a conocer los bajos fondos del Tokio cincuentero. En uno de varios bares, Watanabe pide al pianista que toque "La Vida es Corta". A medida que se escuchan las notas él canta en un susurro apenas audible pero de tal potencia emocional, que todos a su alrededor callan para escucharlo. Entonces, entre alcohol, cabarets, y casas de juego, el hombre comienza a despertar de su sueño de conformismo.
Pero no es todo lo que el destino le ha preparado. Como decidió ausentarse del trabajo sin avisar, una de sus suboordinadas va a buscarlo. Sin explicarle razones, Watanabe le propone a la alegre joven que se quede con él durante un día. "Usted se divertirá y yo no estaré solo", argumenta. La mujer acepta y, así como la noche anterior descendió al infierno, este día habrá de escalar a un paraíso de fuentes de soda y salones de baile para adolescentes, en donde se da cuenta que ese es el día en que vuelve a nacer, mientras de fondo un grupo de felices estudiantes festejan a una compañera al canto de "Happy Birthday to You".
En este punto de Vivir, Kurosawa logra una vez más convertir en poesía la vida común de un personaje mundano, recurriendo a elementos que daríamos por sentado de no estar en los zapatos del Sr. Watanabe. Pero bajo su óptica una simple canción es un himno, y ha llegado la hora de hacer que las cosas valgan la pena.
El hombre regresa a su trabajo decidido a cambiar. Y de nuevo la genialidad narrativa de Kurosawa nos sorprende incluso con lo que todos esperábamos: convierte el resto de la película en un flashback cuyo punto de anclaje es el funeral de Watanabe. Ahí sus compañeros de trabajo hablan de él como nunca lo hicieron en vida, y nosotros vamos conociendo sus motivaciones y acciones a través de escenas que lo muestran haciendo lo posible por recuperar el tiempo perdido. Sólo entonces, en la última parte de la película, nos enteramos que halló la reivindicación en su trabajo, ayudando a un grupo de vecinos a construir un parque en lo que era un páramo maloliente en medio de sus casas.
El personaje termina siendo una inspiración para los demás, pero la ácida crítica social de Kurosawa no deja títere con cabeza y, tras el romanticismo del funeral, nos regresa al cinismo cotidiano, donde todos somos obreros en una fábrica de procrastinación y ningún evento basta para arrancarnos de nuestra zona de comfort. Así era entonces y así es ahora. Nada nuevo bajo el sol.
Volvamos a esa imagen del columpio. Sí, hay algo familir ahí. ¿Cómo es que un hombre que ha sido un perdedor sistemático, se porta ahora como un niño despreocupado y canta una oda a la vida? ¿Será que todos nos hemos quedado sin esperanza en algún momento pero siempre hay algo que nos la regresa? Siendo él mismo parte de un sistema que ha extraviado su capacidad para proponer y mejorar, Watanabe entendió que en realidad no perdemos, sólo intercambiamos. Decidimos ser mediocres porque es más fácil sentir lástima por nosotros mismos. Pero incluso al final de una existencia miserable hay manera de revertir esta condición.
¿Qué significa vivir? ¿Será morir es tan malo como dicen? Son preguntas cuya respuesta deja claro que hay un Kanji Watanabe en cada uno de nosotros. Por mi parte, creo que nunca volveré a ver igual los columpios en un parque.
Dato interesante.
El protagonista es Takashi Shimura (1905-1982), un rostro casi obligado en el cine de Kurosawa (apareció en 21 de sus 30 películas) y sin duda uno de los mejores histriones del cine japonés. Shimura alcanza en Ikiru tal perfección que uno apenas y cree que está viendo al mismo hombre que interpretó al temerario guerrero de Los Siete Samurai o al experimentado detective en Perro Rabioso. Su trabajo físico, la forma en que deforma su cuerpo, gestos y voz para hacerse ver como un hombrecillo minúsculo apenas digno de lástima, es fundamental para creer en la historia del Sr. Watanabe y empatizar con su condición de moribundo en busca de una última razón para ser feliz.
¿Cómo puedo verla?
El cine de Kurosawa se ha vuelto muy accesible. Zima Video lanzó una colección llamada "El Mundo de Kurosawa", con sus películas más representativas a precios bastante buenos. En México pueden encontrarse en tiendas como Mixup y Gandhi. Además existe otra serie bajo el sello Criterion Collection, aunque esta edición es más costosa.
¿Qué distingue al cine de Kurosawa?
Un discurso honesto y moral (no moralino) y un perfeccionismo extremo en la construcción de la imagen, reflejo de su gran respeto por los valores de la cultura japonesa. Ritmos tranquillos, narrativas sencillas pero épicas, que retratan el viaje interno de sus personajes hacia la evasiva felicidad. Admiraba especialmente a Shakespeare, de quien adaptó "El Rey Lear" a Ran (1985), y "Macbeth" a Trono de Sangre (1957). No obstante evitaba la teatralidad y conseguía de sus actores reacciones naturales, más ligadas a la emocion humana del día a día. Esto lo conseguía filmando con varias cámaras al mismo tiempo, para captar todos los detalles de la actuación.
Si quieres conocerlo mejor, busca también...
Perro Rabioso, 1949.
El Idiota, 1951.
Los Siete Samurai, 1954.
Ran, 1985
Los Sueños, 1990.
Rapsodia en Agosto, 1991.
jueves, 10 de enero de 2013
Beasts of the Southern Wild: realismo mágico.
No hace poco escuché una descripción que me causó mucha gracia, sobre El Árbol de la Vida, de Terrence Malick: "es como un gran screensaver de 3 horas". Viniendo estas palabras de alguien que está acostumbrado al cine de explosiones, extrarerrestres y traseros aceitados, no me sorprendió la comparación. Pero me puso a pensar: ¿por qué mucha gente se niega la oportunidad de ver una película distinta? ¿Qué tipo de voluntad o estilo de vida se requiere para buscar en el cine algo más que entretenimeinto? Yo mismo le saco la vuelta, a veces, al cine (mal llamado) "de arte" porque simplemente no tengo ganas de pensar. Pero por cada evasión, descubro a la siguiente oportunidad que hay una película extraordinaria esperándome para sorprenderme.
Poco después del screensaver-gate, crucé el Pacífico en avión. Con tantas horas por matar, ver cine era mi opción número uno, así que no bien comenzó el viaje me puse a revisar el menú de pantalla. Había de todo, pero casi nada llamó mi atención hasta que di con una de esos títulos tan específicos que sin embargo pueden evocar cualquier tipo de historia: Beasts of the Southern Wild. Ahora me entero con sorpresa que ha sido nominada al Óscar como mejor película, y su protagonista, la niña de 9 años Quvenzhané Wallis, como mejor actriz.
La sinopsis: Hushpuppy y su padre Wink viven en La Bañera, una comunidad en el Bayou de Louisiana, rodeados de miseria... y de agua. Las crecientes del río van aislándolos poco a poco del mundo exterior, por lo que el hombre decide enseñar a su hija a sobrevivir por sí misma, para cuando llegue el día en que él no pueda ayudarla.
A primera vista me recordó a Gummo (Harmony Korine, 1997), por tener esa misma atmósfera decadente, "after the storm", que descubre el lado siniestro del estilo de vida americano: pobreza, injusticia, desintegración familiar, en una comunidad rural en que la desesperanza se transmite por genética.
Pero mientras Gummo, es un relato pesimista e hiperrealista que no esconde su intención de exponer condiciones de vida marginal, Beasts of the Southern Wild es como un cuento para antes de dormir, en el que detrás de un deprimente y desvencijado escenario post-huracán Katrina, se revelan relatos tan intrigantes y bellos como la imaginación de Hushpuppy, y tan poderosos en la mente del espectador, como la mezcla de inocencia y férrea voluntad de esta criatura.
La Bañera no existe. Es un lugar ficticio en Louisiana crerado por la dramaturga Lucy Alibar para su obra Juicy and Delicious, en la que está basada esta película. Ahí el caos no llega sino que ha existido siempre y está por todos lados: en el tejabán que habitan la niña y su padre, en la madre ausente que un día se fue con el agua, en los parajes siniestramente bellos que forman el mundo de Hushpuppy. Y sin embargo hay algo en todo esto que lo hace no sólo tolerable, sino inspirador: la presencia de Hushpuppy y su ingenua forma de relacionarse con el desastre resultan en el orden del caos.
No dudo que para muchos espectadores norteamericanos este filme represente una terapia para entender el caos generado por el huracán Katrina en 2005, pero la dirección de Benh Zeitlin (riquísima en detalles, narrativos y visuales) la lleva mucho más allá para situarnos no en un miserable páramo del sur de E.U. sino en el fin del mundo, donde lo real y lo fantástico tienen la misma credibilidad. Así el público se ve ante la disyuntiva de cuestionar o dejarse convencer.
Hushpuppy es la inocencia en un planeta que ha perdido su capacidad de asombro. Cree que los animales le hablan en código y que evitará el fuego si cierra los ojos, pero es en esta ingenuidad donde radica lo genial de la historia, al ser la niña un personaje que retrata casi perfectamente la lógica infantil, que en sí misma llega a ser mágica, a veces milagrosa. Y bien podría ser ésta la palabra adecuada para describir a Beasts of the Southern Wild: un pequeño milagro de película que, más que entenderse, tiene que vivirse.
Aquí estamos ante un cine contemplativo (pienso precisamente en Malick, o en Lake Tahoe de Fernando Eimbcke), comprometido con un discurso pero no con la forma tradicional de ofrecerlo. Es inspiradora, poética, llena de silencios e imágenes que pueden hacer eco en la memoria. Es una historia que puede resultar inentendible para el espectador promedio, y sin embargo quiero pensar que su fuerza es suficiente para que la mente más básica perciba que se está alimentando con algo más de lo que sus ojos le dejan ver.
Hay una escena donde nos enteramos que la madre de Hushpuppy era tan hermosa que cuando pasaba frente a la estufa, ésta se encendía sola. Así es la lógica de Beasts of the Southern Wild: es cine que reta a la inteligencia y al pensamiento mágico de cada uno de nosotros.
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