El escritor en la pequeña librería de París habla ante un reducido grupo de periodistas. El tema es su primera novela, la historia del encuentro fortuito de un hombre y una mujer en un tren y de cómo en unas cuantas horas, y con el amanecer como límite antes de seguir cada quien su camino, consiguen forjar una relación que los marcará para toda la vida.
Éste es el comienzo de Antes del Atardecer (2004), del director Richard Linklater, quien retoma la historia Jesse (Ethan Hawke) y Celine (Julie Deply) iniciada en 1995 con Antes del Amanecer. En su primer encuentro, los personajes eran ignorantes de la causalidad e inexpertos ante el compromiso. Apenas rebasados sus 20's, la vida significaba una exploración constante, con expectativas pero sin consecuencias. Ahora que se reúnen de nuevo hay cierta renuencia a retomar lo espontáneo de la primera vez: saben lo que es involucrarse con otra persona a un nivel emocional y han aprendido a ser cautelosos.
La película demuestra con extraordinaria sencillez y diálogos inteligentes, cómo las decisiones que tomamos en la vida nos alejan de nuestro plan original y trazan caminos insospechados que ponen a prueba el concepto de "fidelidad a los ideales". ¿Qué tanto vale la pena dejar atrás costumbres, actitudes, mentalidades, para avanzar al siguiente escalón de la existencia? ¿Cuánta de nuestra individualidad hay que sacrificar para progresar como seres sociales? Eventualmente, Jesse y Celine hallarán la respuesta a estas preguntas y entonces tendrán que tomar una decisión: revivir el pasado o seguir adaptándose al presente.
Ninguno ha visto ni sabido del otro en nueve años. Él ha escrito su novela como catarsis pero también (él mismo lo confiesa) como instrumento de la esperanza. Se imaginaba en una librería de París dando la rueda de prensa sobre su libro cuando de pronto Celine llegaría en su busca: el oficio de escribir en su más pura y egoísta faceta de manipulación emocional. Celine efectivamente aparece en una de las presentaciones, y entonces la sincronía revive: Jesse debe volar de regreso a los Estados Unidos en unas horas y decide pasar ese tiempo con ella, quien accede porque ha propiciado el encuentro. Entonces, ¿quién manipula a quién?
Antes del Atardecer me hace pensar en esas ocasiones en que tras acabar una relación que parecía prometedora, uno se pregunta si hizo lo correcto, si no estará privándose de una vida llena de felicidad al lado de su alma gemela. Así como el personaje de Ethan Hawke niega su realidad escribiendo para revivir y componer el pasado, yo a veces he reinventado mi historia para actuar en consecuencia de aquello que aún no sucede. Pues enfrentar la pérdida de alguien a quien realmente se ama puede ser muy duro cuando no existen alternativas que lleven la esperanza a su metamorfosis; es decir, a un punto en que lo importante no es lo que se espera sino lo que no se espera y, más aún, lo que no se aprecia en el espectro de lo posible. De ahí que una ficción nunca resulte tan complicada como una realidad. En la ficción de Jesse, Celine es el ideal. En su realidad es lo posible.
En estos tiempos de corta memoria, de obsesión por lo instantáneo, de iniciar relaciones por la red y terminarlas con un sms, películas como ésta me recuerdan que saber esperar para ver un rostro frente al cual compartir mis emociones (buenas o malas) siempre valdrá más y resultará mejor que esconderme tras la sofisticación de un algoritmo. La esperanza de evolucionar al lado de quien se ama radica, creo yo, no en forzar la sincronía en aras de la inmediatez; sino en buscarla a través del silencio, la paciencia y la alternancia de realidades. Eventualmente la sincronía llegará.
lunes, 26 de marzo de 2012
viernes, 23 de marzo de 2012
IR AL CINE
Dijo Luis Buñuel que ir al cine equivale al acto de dormir y soñar. Cuando las luces se apagan es como si cerrásemos los ojos y el momento en que nos deslumbra la primera imagen en la pantalla equivale a cuando caemos, aún con una pizca de consciencia, en la madriguera del sueño. La película es, claro, la experiencia onírica en sí. Y ya que termina, incluso nuestro cuerpo responde de manera muy similar a cuando nos despertamos: necesitamos estirarnos, bostezamos quizá, nos levantamos poco a poco de la butaca pensando en el filme que acabamos de ver; así como cuando por las mañanas hacemos una reseña mental de nuestros sueños si acaso los recordamos.
Soñar despiertos en una sala de proyección le da un significado íntegro a la expresión ver cine. La característica onírica del medio quedó clara desde aquella primera exhibición de los hermanos Lumiére en 1895, cuando el ingenuo público se levantó de sus asientos al ver en la pantalla una locomotora que iba directamente hacia ellos. Muy poco después, Georges Méliès inventó los efectos especiales y convirtió al cine en una verdadera fábrica de sueños.
Al cine podemos ir para encontrar entretenimiento banal o sublimación del inconsciente. Cada quien busca en la pantalla una respuesta, integrándose voluntariamente a un efímero grupo de referencia con el que se comparte esa centuriana costumbre de ser cómplices en silencio del –como decía Goddard- "más hermoso fraude del mundo".
Yo siempre recomiendo a mis alumnos que vean cine en el cine. Si bien es innegable la comodidad y el aspecto práctico de rentar una película y revisarla cuantas veces y tan minuciosamente como deseemos, la experiencia cinematográfica no está completa si no participamos del ritual de una sala cinematográfica. Podemos, valga la similitud, buscar a Dios en la intimidad de nuestra recámara; pero siempre hay algo que hace especial la visita a un recinto de oración: la experiencia física/visual de la fé al entrar en contacto con sus manifestaciones materiales (digamos, el arte sacro); la energía que dejan las personas que han pasado por ahí; el sentirse parte de un rito para reforzar las propias creencias. También en el cine hallamos este colectivo que da seguridad y legitima la vivencia.
Es así que acudimos al cinema -templo sin sacerdote- en busca de nuestra dosis cotidiana de metafísica, para separar por un par de horas la mente del cuerpo y dar cuenta de los pequeños milagros de cada género, así sean visualizados en platillos voladores que cuelgan de alambritos. Forzarnos a creer es el primer paso en la adopción del dogma.
Soñar despiertos en una sala de proyección le da un significado íntegro a la expresión ver cine. La característica onírica del medio quedó clara desde aquella primera exhibición de los hermanos Lumiére en 1895, cuando el ingenuo público se levantó de sus asientos al ver en la pantalla una locomotora que iba directamente hacia ellos. Muy poco después, Georges Méliès inventó los efectos especiales y convirtió al cine en una verdadera fábrica de sueños.
Al cine podemos ir para encontrar entretenimiento banal o sublimación del inconsciente. Cada quien busca en la pantalla una respuesta, integrándose voluntariamente a un efímero grupo de referencia con el que se comparte esa centuriana costumbre de ser cómplices en silencio del –como decía Goddard- "más hermoso fraude del mundo".
Yo siempre recomiendo a mis alumnos que vean cine en el cine. Si bien es innegable la comodidad y el aspecto práctico de rentar una película y revisarla cuantas veces y tan minuciosamente como deseemos, la experiencia cinematográfica no está completa si no participamos del ritual de una sala cinematográfica. Podemos, valga la similitud, buscar a Dios en la intimidad de nuestra recámara; pero siempre hay algo que hace especial la visita a un recinto de oración: la experiencia física/visual de la fé al entrar en contacto con sus manifestaciones materiales (digamos, el arte sacro); la energía que dejan las personas que han pasado por ahí; el sentirse parte de un rito para reforzar las propias creencias. También en el cine hallamos este colectivo que da seguridad y legitima la vivencia.
Es así que acudimos al cinema -templo sin sacerdote- en busca de nuestra dosis cotidiana de metafísica, para separar por un par de horas la mente del cuerpo y dar cuenta de los pequeños milagros de cada género, así sean visualizados en platillos voladores que cuelgan de alambritos. Forzarnos a creer es el primer paso en la adopción del dogma.
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